Salir con el coche para acceder a un lugar cercano a la orilla. Plantar el parasol o sombrilla. Desplegar las toallas geométricamente. Cubrirse de crema solar todo el cuerpo. Tumbarse al sol horas y horas. Y esperar a que se llene la playa como un hormiguero. Lo de cada verano. Lo de siempre.
Quizas somos animales de rituales, de formas estandarizadas y repetidas una y otra vez. Así nos identificamos con nuestra cultura y nuestros signos culturales. Todos hacemos lo mismo. Todos lo hacemos a la misma hora. Todos compramos lo mismo y nos gastamos lo mismo.
Todos nos exponemos a lo mismo. Repetidamente nos engachamos a nuestras costumbres ancestrales que nos obligan a ritualizarnos como especie. La especie se protege mediante sus ritos. Así sobrevive. Quizás para evadir el tedio y la monotonia. O puede que para sumergirse todavía más en ese tedio y ese aburrimiento. Cada verano nos sometemos a nuestros mismos quehaceres para seguir identificándonos. La arena, el mar, el sol, el viento, la playa, el chiringuito, el bucear, el leer en la playa, el hacer castillos y figuras en la arena, etc... Nos soportamos gracias a estos rituales que nos configuran nuestra identidad. ¿Qué pasaría si un dia dejásemos de ritualizar nuestras vidas con veranos, compras en grandes almacenes, deportes de domingos, modas , etc..>? El ritual nos convierte en manifestaciones de unos gestos que nos identifican como lo que somos. Animales de costumbres, humanos sometidos a una escenificación permanente de la vida. Venimos entre grandes gestos de alegria al nacer y nos marchamos entre grandes gestos de dolor al morir. Dos gritos , dos histerias, dos momentos del ritual que es la vida. Otro dia nos inventaremos a través del mito.