El próximo 1 de setiembre se presenta en Casa Sepharad el libro titulado "Una isla llamada hogar" de la autora Ruth Behar. El libro nos habla de la presencia judía en la isla de Cuba. Publicado por la editorial LINKGUA nos ofrece un testimonio perfecto de la comunidad judía en esta Isla ;Hotel Cuba. 1.000 judíos deberían ser suficientes para poder presentar el testimonio de esta comunidad perseguida todavía hoy. De los 15.000 en un inicio que se exiliaron hacia Estados Unidos y otros países.
Añado un pequeño extracto del libro :
En búsqueda del hogar
—¿Otra vez a Cuba? ¿Qué se te perdió en Cuba?
Era esto lo que mi abuela Ester, mi Baba, me decía siempre que nos veíamos en Miami Beach cada vez que me disponía a regresar de visita a la isla que yo había abandonado de niña. Lo decía en español.
La lengua materna de Baba era el yiddish, pero entre nosotras hablábamos en español. Ella había nacido en la ciudad polaca de Goworowo y en 1927 había emigrado a Cuba. Tenía entonces diecinueve años y su propósito era llegar a ser cantante de cabaret, pero en vez de ello se casó con mi abuelo Máximo, mi Zayde, y trabajó con él vendiendo telas para traer a Cuba al resto de su familia y ponerla así a salvo antes de que comenzara la oscura noche del Holocausto.
Durante toda la década de los noventa, el avión me llevaba hasta la puerta G 9 y poco después de la medianoche entraba sigilosamente en su apartamento con mi gran bolsa tipo gusano —la bolsa de lona a la que creo sólo los cubanos llaman «gusano», un uso curioso del lenguaje dado que esta era la palabra que utilizaba Fidel Castro para referirse a todos los que nos fuimos de Cuba después de la Revolución—. No era la única bolsa que llevaba conmigo. También cargaba con una maleta de ruedas y una mochila.
Escuchaba el ronquido de Baba y pensaba para mí: «¡Qué bien, no la he despertado!». Y de repente, me encontraba con Baba, como una aparición espectral, de pie a la entrada de su dormitorio. Sin sus dientes postizos, el cabello recogido con una malla, el rostro sin maquillar y su cuerpo menudo envuelto en un gran camisón, parecía la abuela de la abuela.
—¡Baba! ¡Babita! —exclamaba mientras la abrazaba y besaba.
—Al fin has llegado. Pensaba que no llegarías nunca.
Yo me disculpaba por haberla despertado pero ella me miraba con socarronería y me aseveraba que no estaba dormida. «¡Pero si estabas roncando!» le decía yo pero ella lo negaba. A continuación comenzaban los reproches.
—¡Pero es que tienes más bolsas que la última vez! Eres sólo una persona. ¿Cuánto puedes cargar? Cogerás una kile. Así se dice hernia en yiddish.
Mis bolsas estaban repletas de libros para mis amigos escritores, lienzos y pinturas para mis amigos artistas y cosas para Caro mi vieja nana y su familia: ropas, aspirinas, chancletas, zapatos, jabón. En el transcurso de mis viajes, supe que aún me quedaba un pariente en Cuba. Se llamaba José Maya y era primo segundo de mi padre. Vivía en la más absoluta pobreza y mendigaba por las calles. Pronto comencé a llevar cosas para él, aunque no por mucho tiempo. Murió de un modo horrendo, con sus heridas infectadas de gusanos.
Conocidos míos en Miami me daban aún más cosas para sus familiares. Más ropas, más aspirinas, más zapatillas, más zapatos, más jabón. Yo era Santa Claus. Yo era Robin Hood que quitaba a los ricos para repartir entre los pobres.
—¿Cuántas veces puedes regresar a Cuba? Yo creo que no deberías ir más. ¿Puedes decirme la verdadera razón por la que vas ahora? ¿Acaso piensa mi Baba querida que soy una espía? ¿Un agente del gobierno cubano, tal vez? ¿Qué cosas extrañas se imaginará que hago yo en Cuba?
—Baba, no lo puedo explicar. Es sólo la necesidad de ir a Cuba. Ella hace un gesto de incredulidad con la cabeza y la mirada de preocupación que veo en sus ojos húmedos me desarma.
—¿Pero mamale, shayne maydele, cómo es que puedes cargar todo eso tú sola?
Y luego, unos días después, llega el momento de despedirme de Baba.
Ya me había despedido de mi marido David y de mi hijo Gabriel en la tranquila ciudad universitaria de Ann Arbor, Michigan, donde trabajaba como profesora de antropología. David sabía que no le quedaba más remedio que aceptar mi deseo intenso de regresar a Cuba. Al principio Gabriel lloraba y se aferraba a mí, pero con el pasar de los años, se acostumbró a verme partir por una o dos semanas a Cuba y dejó de llorar. «Adiós mamita, hasta pronto» decía como de pasada y entonces era yo la que lloraba en el avión cuando ya él no me veía. También me despedía de mi madre que vivía en Nueva York.
Ella me llamaba a casa de Baba y siempre tenía el cuidado de decirme en inglés «Nosotros te queremos» incluyendo en ese «nosotros» a mi padre que se oponía a mis viajes y nunca se despedía de mí antes de yo partir hacia Cuba. Por respeto a mi padre, mi madre nunca iría a Cuba. No obstante antes de cada viaje iba de buen grado a comprar las cosas que la gente pedía. Me decía que lo hacía para ayudarme
«¡Estas tan ocupada, trabajas tanto!». Pero yo sabía que esa era su manera de acompañarme en mi viaje a Cuba.
Lo más duro era despedirme de Baba. Permanecía en la puerta de su apartamento, el número 401, intentando no llorar. ¿Por qué, Dios mío, yo la abandonaba? Ella me necesitaba, estaba sola, sin nadie que la acompañase, sufría de cataratas, migraña, insomnio y no estaría en este mundo para siempre. Baba veía cómo me esforzaba en acomodar todos los bultos en el pequeño ascensor y movía la cabeza con disgusto. Antes de que cerrara la puerta le decía adiós por última vez.
Vivía en uno de esos edificios ajardinados, típicos de Miami Beach, cuya puerta daba a un vestíbulo exterior. Cuando me volvía para verla, podía sentir, cuando respiraba profundo, el olor del océano. Desde allí al océano había que recorrer dieciséis manzanas, pero yo podía olerlo. Inconfundible. Ese olor de los viajes sin fin.
Durante todos esos años de la década de los noventa, y durante los primeros seis años del nuevo siglo, después que Baba murió, siempre pensé que dejaba mi hogar para dirigirme a mi otro hogar. Hacia aquel que yo, mi familia y miles de judíos habían abandonado en la isla.
Quería reclamar ese hogar perdido, el que en Cuba tuvimos y yo creía mi verdadero hogar.