http://alsinaxavier.blogspot.com.es/search/label/NIETZSCHE
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Esta claro que la reacción del claustro en ese momento fue de escribir una carta para denunciar el método de una familia de desprestigiar a una persona.
Más tarde la mayoría de los miembros de esta familia promueven y participan en unas candidaturas municipales pidiendo avales a vecinos y vecinas para defender su ideología de clara tendencia conservadora.
Pero los prejuicios parece que se heredan y explicando a este autor Nietzsche he seguido muy de cerca las reacciones de los efebos y ninfas que custodio en mis clases que son algunos cuantos de dicha familia. Sus reacciones a diferencia de otros autores ha sido desatender mis clases ... y efectivamente me encontré que sus resultados han sido bajos ...
¿Pueden entonces las ideologías heredar sus prejuicios ?
Sin embargo hoy hablaba de la figura que en el "Así habló Zaratustra" representa un ermitaño que canta y recita al sol y a la luna poemas y alaba a Dios .. el único que no se ha enterado de la muerte de Dios. Este hombre a quien Nietzsche parece que encuentra esa cierta inocencia del ser , del niño hombre, del superhombre.. ¿Seria este un cristiano verdadero ?
No lo tengo claro pero si que me ha servido para pensar en esos prejuicios de la moral de los que habla Nietzshche.
El ejemplo me da que pensar en estos tiempos convulsos de una política lejana y nada cercana a la realidad que se nos impone. Parece que hay razones oscuras y profundas en primer lugar para desconfiar de la política y en segundo lugar para desconfiar de sus representantes , sus medios de comunicación , sus voceros , sus acólitos, sus sectarios, sus defensores, sus demócratas, sus títeres y sus pensadores... Hablar en clase de política es alejarse para los chavales de la realidad , La lucha pues estaría en recuperar una idea cercana de animal político ... con sus ideas, sus pensares, sus decires, sus acciones, sus reacciones, sus prejuicios, sus formas y sus correcciones .
Niezsche da que pensar porque no es un autor que se explique como otros. Es un autor que te compromete a decir me gusta o no , es un autor de facebook, un autor virtual que I like it o I don't like it .... por eso nos descubre la máscara más que los otros ..no deja indiferente...
https://kobinski.wordpress.com/2015/04/13/nietzsche-2-perspectiva-y-verdad/
Nietzsche 4: resentimiento y conciencia cristiana
abril 25, 2015 Comments Off on Nietzsche 4: resentimiento y conciencia cristiana
Como es sabido, Nietzsche en la genealogía de la moral intenta ir más allá de lo que fueron los psicólogos ingleses (los Hume de turno). La genealogía es una investigación sobre el origen de la moral cristiana y, según Nietzsche, la raíz del sentido del bien y el mal no reside en impulsos y factores amorales, como puedan ser las emociones que nacen de la empatía o el aplauso social, sino en motivos directamente inmorales. Veamos cómo llega Nietzsche a tal idea.
Para Nietzsche, la distinción básica es la que se da entre el fuerte y el débil. Se trata de una distinción muy pegada a la vida más desnuda, a la vida que se despliega como voluntad de poder, pues la vida no sujeta a ningún valor trascendente —no sujeta al juicio divino— es una vida que no entiende de absolutos. La existencia noble se encuentra más allá del Bien y el Mal —así, con mayúsculas—, aunque no más allá de lo bueno y lo malo. Desde su óptica, una óptica propiamente biológica, lo bueno es lo que le hace más fuerte y lo malo, lo que le debilita. Por eso Nietzsche se pregunta cómo fue posible una moral que invirtiera este sentido originario de lo bueno y lo malo, cómo fue posible, en definitiva, la moral cristiana. Pues dicha moral ensalza la debilidad —la enfermedad, la tara—, mientras denigra el orgullo, la alegría, la impiedad de la vida noble. Felices los pobres, pues de ellos es el Reino de los cielos. ¿Cómo fue posible un Dios que se pusiera del lado del pobre? ¿Cómo fue posible declarar que los tullidos, los enfermos, los miserables eran, de hecho, los preferidos de Dios? ¿Cómo fue posible colocar la compasión en el centro de la sensibilidad moral? La vida como tal no admite la debilidad. El enfermo, el tarado, el deforme es aquel que debe ser apartado de la vida en nombre, precisamente, de la vida misma. ¿Cómo fue posible, por tanto, una moral contraria a la vida?
La respuesta de Nietzsche es conocida: por debajo de los buenos sentimientos de la moral cristiana —por debajo de la exhortación cristiana a la compasión, por debajo del igualitarismo cristiano— anida el rencor, la envidia, el resentimiento, en definitiva, el odio hacia todo cuanto es superior. El débil no puede soportar la superioridad de la existencia noble. Por eso necesita denigrarla. Por eso necesita decirse a sí mismo que la superioridad del noble es una máscara, que, en el fondo, él es como cualquiera: un pobre hombre. La moral cristiana es, según Nietzsche, una moral de esclavos, una moral de rebaño. El mecanismo psicológico es parecido al que se activa cuando, en una fiesta, entra la mujer más bella del mundo. Todas las mujeres se ponen a murmurar. Todas se ponen a buscarle algún defecto: que si es pote, que si no tiene dos dedos de frente, que si es un tío… En cualquier caso, ella no puede ser en modo alguno lo que parece. Es por esto que Nietzsche sostiene que por debajo de la verdad —en este caso de la verdad cristiana— hay siempre un interés, una voluntad de dominación. La verdad de la verdad moral no reside en lo que dice, sino en lo que oculta. Y lo que oculta no es amoral, como dirían los psicólogos ingleses, sino propiamente inmoral: el odio, la envidia, el rencor. Así, de lo que se trata con respecto a la verdad no es propiamente de la verdad, sino de quién gana con la verdad. Así, ante una verdad, la pregunta es a qué propósito —a qué interés— sirve. La verdad es un instrumento de la voluntad de poder. En definitiva, quién necesita que la verdad se imponga, precisamente, como verdad y, por tanto, como aquello que no se discute, aquello que se da por sentado. Más aún: el presupuesto incuestionable de la metafísica —la distinción entre el ser y la apariencia— no obedece a la voluntad de verdad, sino a la de necesidad del débil de reducir la superioridad del fuerte. Como acabamos de decir, el débil necesita creer que el fuerte no es lo que parece.
De ahí, que la conciencia moral sea siempre una falsa conciencia. La conciencia moral no puede admitir como propios los motivos que la constituyen. La conciencia cristiana no puede aceptar que la envidia, el odio a lo superior, sea lo que la hace posible. De hecho, constituye una expresión de esa misma voluntad de poder a la que, explícitamente, se enfrenta: del egoísmo, la impiedad, el orgullo que considera esencialmente malignos. El ideal socrático de un conocimiento de sí es, por tanto, un ideal imposible, pues, la conciencia —la cual es, de por sí, conciencia moral— no puede reconocerse en los impulsos que la originan. La sospecha sobre las mejores intenciones de los hombres apunta, pues, directamente a los fundamentos de la conciencia. El hombre no puede vivir en la verdad. Necesita ocultarla, mentirse a sí mismo. La verdad que el hombre defiende —la verdad explícita, la verdad publicitada— es siempre un encubrimiento de la verdad. Por eso, como decíamos, la conciencia es necesariamente una falsa conciencia. Más aún, una conciencia culpable. Pues, la conciencia moral es también la expresión de una negación de sí. Efectivamente, donde uno es capaz de decir yo, hay algo de uno mismo que debe ser rechazado como impuro, despreciable, maligno. La conciencia no puede admitir la integridad del cuerpo, al fin y al cabo, la desnudez. Nietzsche ve en la constitución misma de la conciencia moral el odio hacia la mera vida, la vida que no entiende la distinción entre lo puro y lo impuro, el Bien y el Mal. En este sentido, la conciencia moral siempre se encuentra fuera de juego como quien dice. Siempre tiene miedo de ser descubierta. Vive en la impostación, la ocultación de sí, el odio hacia la vida más desnuda. Y así, por debajo de la típica acción de gracias cristiana, siempre encontraremos la acusación del sacerdote —la figura arquetípica del resentimiento cristiano—, en definitiva, el sentirse mal con uno mismo: gracias por la salud, los alimentos que no merecemos… y que a otros les faltan. El sentimiento de culpa es, de hecho, la especialidad sacerdotal por excelencia, su arma preferida contra la indiferencia propia de la existencia noble. Pues el noble, de por sí, no entiende la pregunta por el hermano. El noble no entiende de prójimos. La responsabilidad hacia el que sufre le resulta naturalmente extraña. De ahí que la conversión del noble en un culpable sea propiamente el triunfo del resentimiento sacerdotal.
Nietzsche 1: nihilismo y muerte de Dios
abril 8, 2015 Comments Off on Nietzsche 1: nihilismo y muerte de Dios
¿Cómo leer la declaración nietzscheana sobre la muerte de Dios? No como si simplemente se nos dijera que Dios no existe y nunca existió. Nietzsche no es un ilustrado como puedan serlo Hume o Voltaire. Nietzsche no dice, por tanto, que hoy nos hemos dado cuenta de que los antiguos dioses no son más que una personificación de fuerzas naturales. Nietzsche no dice que los reyes son los padres —y que siempre lo han sido. Proclamar la muerte de Dios solo es posible con respecto a un Dios vivo. Por tanto, hubo Dios y hoy ese Dios está muerto. Es decir, se trata, en última instancia, de un diagnóstico epocal: nuestra época es la época de la muerte de Dios. Y esto es lo mismo que decir, entre otras cosas, que hoy en día ya no nos es posible creer en Dios. Así pues, no refutamos a Nietzsche donde señalamos a quienes aún hoy en día dicen creer. Pues, ni siquiera los denominados creyentes pueden creer. En cualquier caso, creen que creen. Modernamente, la fe solo puede ser mala fe. Estamos, pues, ante una imposibilidad que afecta a todos los que vivimos aquí y ahora. Y es que nosotros, los modernos, somos quienes en modo alguno nos encontramos en la posición de la criatura. Un creyente es, por definición, aquel que da por descontado que su existencia depende por entero del poder de Dios y nadie, por el simple hecho de ser moderno, puede creer que su vida depende por entero de dicho poder. Lo dicho: nuestra situación no es la de la criatura. Y esto significa que Dios ya no puede valer como Dios. La cuestión no es, por tanto, si Dios existe o no, sino si, de existir, podríamos aún admitirlo como Dios. Pues, supongamos que, efectivamente, existiera una mente superior. Supongamos que, efectivamente, el mundo hubiera sido diseñado por esa mente. Y supongamos también que llegáramos a descubrirla. En ese caso, nos situaríamos ante esa mente como si fuera Matrix, pero poco más. Es decir, nuestra relación con ella no podría ya ser la que los antiguos hombres tuvieron con Dios. Para nosotros, una mente superior no es más —aunque tampoco menos— que una mente superior. Para nosotros, Dios no vale como Dios. No puede valer. Ocurre aquí como con papá. Papá, durante nuestra infancia, es como Dios. Estamos en sus manos. Todo cuanto hace y dice va a misa, como quien dice. Ahora bien, lo cierto es que, con el tiempo, nuestro padre fácilmente se nos mostrará como un hombre cualquiera, con sus virtudes y defectos, su debilidad, sus sombras. La relación que podemos tener con nuestro padre, una vez hemos madurado, ya no puede ser la misma que cuando éramos unas criaturas. Papá se ha hecho hombre. Pero eso no quita que, en su momento, papá fuera como Dios. Pues en verdad lo era. Por eso decíamos que la cuestión no es si Dios existe o no, sino si aún podemos reconocerlo, de existir, como Dios. Papá puede seguir en pie. Pero lo cierto es que el papá de la infancia muere, una vez hemos alcanzado una edad. Así no cabe creer hoy en día como no cabe, siendo adultos, creer que papá siga siendo divino.
Por otra parte, proclamar la muerte de Dios es lo mismo que declarar que no hay valor que valga. La época de la muerte de Dios es la época del nihilismo. Pues nihilismo significa precisamente esto: que nada vale en verdad. Desde la óptica del nihilismo, una masacre equivale al abrazo de los amantes. Desde la óptica de un tiempo sin final —sin meta que realizar— todo vale por igual (y, por consiguiente, nada vale). Desde la óptica de un cosmos indiferente, un genocidio no es más que un episodio entre otros. Puede que no nos lo acabemos de creer —que no podamos tomarnos un genocidio como si fuera un día de lluvia. Puede que Auschwitz siga siendo aquello que en modo alguno cabe tolerar. Pero eso solo tendrá que ver con nosotros, no con la naturaleza de las cosas. Según Nietzsche no hay hechos morales —no hay ni bien ni mal—, sino en cualquier caso una lectura moral de los hechos. Si Dios ha muerto, no hay nada sobre lo que pueda reposar un valor. Pues Dios —el más allá— es la fuente de todo posible sentido. La vida no debe realizar ningún valor, ningún designio divino. De hecho, la experiencia del sentido depende de que podamos distinguir entre dos planos o dimensiones. Así, por un lado tendríamos el plano —el mundo— de lo que vale en verdad. Este plano se situaría, por defecto, por encima de nuestras cabezas. Es el plano del mundo ideal, el plano del más allá. Por otro, tendríamos el plano de las cosas que solo valen en tanto que participan de lo que vale en verdad. Es decir, el plano o dimensión de las cosas que no valen por sí mismas, sino solo si pueden de algún modo representar lo que vale en verdad. Aquí conviene subrallar que esto no depende de que seamos explícitamente religiosos. Cualquier experiencia de sentido reposa sobre esta distinción entre dos planos o mundos. Así, por ejemplo, si los amantes creen que su relación tiene sentido o significa algo es porque creen que su relación representa la relación arquetípica, aquella que han visto ejemplificada, pongamos por caso, en las películas románticas. La relación va bien si, de algún modo, encarna lo que debe ser un amor verdadero. Si falla la representación —si la relación fuera, pongamos por caso, meramente contractual—, falla el sentido. Es por esto que decimos que la experiencia del sentido depende de que podamos creer que hay algo así como un mundo —o un plano o una dimensión— en el que se realiza lo que vale en verdad. De ahí que la muerte de Dios —el derrumbe del cielo sobre nuestras cabezas, literalmente, una catástrofe— suponga la imposibilidad de un sentido.
Ahora bien, donde muere Dios, muere también el hombre. Pues el hombre, como tal, no es capaz de soportar una vida sin sentido. Por eso el hombre no puede admitir una vida sin Dios. Donde un Dios deja de servir como Dios —donde deja de ser culturalmente útil—, otro Dios ocupa su lugar. Ahora bien, que Dios haya muerto significa que en realidad ya no cabe Dios alguno. Por eso, según Nietzsche, la época de la muerte de Dios es también la época de la superación de lo humano. La noción misma de superhombre —noción central en el pensamiento de Nietzsche— no debe entenderse, por tanto, como si hablásemos de la máxima expresión de lo humano. Al contrario, el superhombre es la figura de la superación de lo humano. La diferencia entre el hombre y el superhombre es análoga a la que media entre, pongamos por caso, el hombre y el mono.
Sin embargo, Nietzsche no solo proclama que Dios ha muerto, sino también que nosotros, los hombres, lo hemos matado. La declaración, aunque no lo parezca, posee una honda raíz cristiana. Podríamos decir que Nietzsche no hace otra cosa que sacarle punta a una de las grandes proclamaciones del cristianismo, a saber: que Dios ha muerto en la crucifixión de Jesús de Nazareth. Literalmente, los hombres al clavar a Jesús en una cruz, clavaron a Dios en un madero. De hecho, el primero en hablar en estos términos fue Tertuliano, uno de los padres de la Iglesia. Para el cristianismo no hay otro Dios que el Dios crucificado. Pues bien, lo que hace Nietzcshe es tomarse en serio esta proclamación. O, por decirlo con otras palabras, coge el cristianismo para dirigirlo contra la misma fe cristiana. Pues, efectivamente, donde Dios se hace hombre no puede seguir siendo un Dios al uso —no puede valer como Dios. Como decíamos antes, papá se ha hecho hombre. O, por decirlo en cristiano, la Cruz revela a un Dios que se pone, como quien dice, en manos de los hombres. Ciertamente, el cristianismo va más allá. Pues sostiene que Dios se pone en manos de los hombres, para que los hombres puedan vivir en el espíritu de Dios. Así, desde el punto de vista cristiano, los hombres no dependen tanto de Dios como Dios, de los hombres. Que pueda haber Dios —que Dios pueda tener lugar, hacerse presente como espíritu de Dios— dependerá, por consiguiente, de que los hombres puedan cumplir con el mandato de Dios, en definitiva, vivir como hermanos. Pero Nietzsche se queda solo con lo primero, con la idea de que el Dios cristiano muere como un crucificado en nombre de Dios. Y es que lo segundo —que los hombres puedan vivir en el espíritu de Dios gracias al sacrificio de Dios— sería, desde la óptica de Nietzsche una salida en falso, un intento desesperado de seguir con Dios, ahí donde ya no es posible seguir con Dios. En cualquier caso, Dios no sobrevive —esto es, no vive por encima— de la Cruz. De ahí que Nietzsche entienda que la semilla del nihilismo actual se encuentre, de hecho, en la cruz cristiana. O, por decirlo de otro modo, que la decadencia de Occidente —su desprecio por la vida más desnuda, esa vida que se encuentra del lado de Dioniso, el dios danzarín, el dios de la ebriedad— arraiga en el dogma de la Encarnación, el que confiesa, precisamente, que Dios se ha hecho hombre. Pues si el sentido depende de que haya efectivamente un Dios por encima de nuestras cabezas, esto es, si las cosas que nos traemos entre manos no valen nada por sí mismas, sino solo si participan de lo que vale en realidad —si, de algún modo, lo representan—, entonces donde crucificamos a Dios nada puede ya valer. La crucifixión es, literalmente, una catástrofe. Es cierto que el cristianismo desplaza el más allá al final de la historia. Es cierto que el cristianismo comprende el cielo no como el mundo de arriba, sino como meta de la historia. Pero Nietzsche cree que este desplazamiento es, estrictamente hablando, increíble. Que la idea de un progreso hacia el reino de Dios es, sencillamente, una ilusión de quienes ya no pueden seguir creyendo en Dios. Un Dios cuya presencia es desplazada a un futuro absoluto —un Dios que es tan solo promesa de sí mismo— es un Dios sin entidad, un Dios que no puede valer como Dios, salvo ilusoriamente. La vida es lo que siempre ha sido: pura voluntad de poder, la lucha del fuerte contra el débil. No hay, por tanto, nada qué realizar.
Nietzsche 2: perspectiva y verdad
abril 13, 2015 Comments Off on Nietzsche 2: perspectiva y verdad
La crítica de Nietzsche a la religión, a pesar de las apariencias, no sigue el patrón de una crítica ilustrada. Nietzsche no proclama la muerte de Dios como si dijera que ahora nos hemos dado cuenta de que Dios nunca existió o que Dios no era más que una proyección del hombre. Nietzsche no dice que los antiguos se equivocaban cuando creían ver la presencia de un Dios en lo que, de hecho, no era más que la erupción de un volcán o un pedrusco caído del cielo. Dios no fue una entelequia del espíritu humano. Dios fue en verdad. Esto es, hubo Dios. Y por eso Nietzsche puede proclamar, más allá de la retórica, la muerte de Dios, pues solo un Dios vivo puede morir. Ahora bien ¿cómo podemos decir que Dios existió en verdad? ¿Cómo puede un Dios morir? De lo que se trata, en último término, es de la verdad, mejor dicho, de lo que entendemos por verdad. ¿De qué hablamos, pues, cuando hablamos de la verdad?
Según Nietzsche, no hay algo así como un mundo objetivo, una serie de hechos indiscutibles en relación con los cuales, nuestras ideas, nuestras representaciones del mundo, puedan ser verdaderas. De hecho, no hay un único mundo, sino múltiples mundos. Cada época —cada cultura— es un mundo. Un mundo es un sistema de representaciones, las cuales dependen en último término de lo que en ese mundo se da por descontado, esto es, de sus prejuicios. Cada mundo es una perspectiva del mundo. Ahora bien, no hay algo así —a diferencia de lo que decía Platón— un mundo en sí, un mundo objetivo con respecto al cual los diferentes mundos o culturas se revelan como perspectivas. Cada mundo tiene, pues, sus verdades. Veámoslo con un ejemplo.
Supongamos que ponemos un billete de cien euros sobre la mesa. Es obvio que eso es, para nosotros, un billete de cien euros. No vemos un papel al que le damos una especial importancia, sino dinero contante y sonante. Sin duda, sabemos que ese billete esta hecho con papel. Pero no es un simple papel. O, por decirlo de otro modo, nosotros no podemos ver ese billete como un simple papel. Supongamos ahora que un aborígen del Mato Grosso, uno que aún no hubiera entrado en contacto con el “hombre blanco”, estuviera junto a nosotros. ¿Qué vería? Evidentemente, no podría ver un billete de cien euros, sino simplemente un trozo de papel. A medida que se fuera familiarizando con nuestra cultura, llegaría a saber que se trata de un trozo de papel al que nosotros le damos una gran importancia. Pero seguiría sin poder ver dinero encima de la mesa. Más aún, probablemente vería nuestra relación con ese trozo de papel como una relación supersticiosa. En efecto, nosotros creemos que ese trozo de papel posee determinados poderes, pues, entre otras cosas, es capaz de doblegar la voluntad de los hombres. Vería que nosotros dedicamos buena parte de nuestra vida a acumular papeles. Que depende de cuántos papeles tengamos, somos más o menos felices. Que enloquecemos cuando dejamos de tenerlos o, como suele decirse, nos quedamos sin blanca. Vería, en definitiva, que nosotros adoramos el dinero. Ese aborígen podría decir, perfectamente, que nosotros vivimos en el error: que tomamos lo que no es más que un trozo de papel como si poseyera propiedades mágicas o espirituales. Ahora bien, lo cierto es que nosotros no estamos equivocados (aunque el aborígen tampoco, al ver ese billete de cien euros como un simple trozo de papel). Eso que hay encima de la mesa es, en verdad, dinero. Pues bien, lo que acabamos de decir con respecto al billete de cien euros podemos trasladarlo a la antigua creencia en dioses. De hecho, los antiguos no creían en Dios, sino que lo daban por descontado como nosotros damos por sentada la existencia de dinero. Así, quien hoy en día dijera que cree en la existencia del dinero, regaría, como suele decirse, fuera del tiesto. Los antiguos, por tanto, no creían equivocadamente que todo estaba llenos de dioses, por decirlo a la manera de Tales de Mileto. Veían la presencia del dios de turno del mismo modo que nosotros vemos un billete de cien euros encima de la mesa y no un simple trozo de papel. Que nosotros digamos que los antiguos eran unos supersticiosos —que nosotros no podamos ver su visión de otro modo que como una superstición— es un síntoma, no de que estemos más cerca de la verdad que ellos, sino de que nuestro mundo no es el suyo.
Por eso, según Nietzsche, la cuestión de la verdad no es simplemente la cuestión de qué hechos pueden hacer verdaderas nuestras visiones o afirmaciones sobre lo que es el caso, sino la cuestión de para qué mundo es tal o cual afirmación verdadera. Ciertamente, desde la óptica de un determinado mundo, sigue siendo pertinente la distinción entre lo verdadero y lo falso. En la Antigüedad, uno podía estar equivocado a atribuir a un dios lo que no era más que casualidad. Ahora bien, cualquier distinción entre lo verdadero y lo falso se apoya sobre una serie de verdades indiscutibles, aquellas que constituyen los prejuicios, los presupuestos que, en tanto que se dan por descontado, definen una perspectiva del mundo o, lo que viene a ser lo mismo, un mundo. Y en la Antigüedad lo que se daba por descontado —lo que no era objeto de discusión— era, precisamente, que había un más allá, una trascendencia. Todo era visto desde esta óptica. Por eso, cuando veían caer un meteorito no veían simplemente la caída de una piedra, sino un signo del cielo. No podían ver otra cosa. Y eso era en verdad un signo del cielo. Ahora bien, lo que se deduce de lo anterior es que no hay algo así como un progreso con respecto a la verdad. Hay tanta verdad hoy en día que antiguamente, por decirlo así. Ciertamente, cabe el error. Es posible que, dentro de una determinada cosmovisión —dentro de una determinado sistema de creencias—, nos equivoquemos. Podemos creer que el billete que hay encima de la mesa es dinero, cuando en realidad es un billete del Monopoly. Ahora bien, reparar el error no supone necesariamente cambiar la perspectiva desde la cual se observa el mundo. Así, los antiguos podían equivocarse con respecto a un determinado oráculo. Cabía la posibilidad de que el oráculo no hubiera acertado a la hora de interpretar los signos del más allá. Pero ese error no ponía en cuestión la verdad fundamental del mundo antiguo, a saber, que existían los dioses y que estos se comunicaban con los hombres. AsÍ, podemos progresar en nuestro conocimiento del mundo, sin duda, pero siempre dentro de un determinado sistema de creencias. De ningún modo podemos decir que nuestro sistema de creencias —nuestro mundo— esté más cerca de la verdad que el sistema de creencias del mundo antiguo.
En cualquier caso, la cuestión de la verdad es la cuestión de a quién sirve la verdad, qué interés representa. No hay, por tanto, verdad inocente. En efecto, un mundo —una cultura— no es solo un sistema de representaciones, sino un sistema de representaciones que constituye la expresión de una relaciones de dominio. Recordemos que para Nietzsche, la vida como tal no es más que pura voluntad de poder. Así, el mundo antiguo, el mundo que dividía el cosmos en dos ámbitos, el del más acá y el del más allá, era un mundo al servicio, por decirlo así, de la casta sacerdotal. En cambio, el mundo objetivo de nuestros días, el mundo en donde las cosas no son más que cosas a nuestra disposición, el mundo en el que ya no hay nada sagrado o intocable, es un mundo al servicio de la manipulación técnica de lo dado, el mundo de la tecnocracia. El mundo, en definitiva, de la superación de lo humano. Pero este será el tema de una próxima entrega.